Crecimos escuchando historias, esos cuentos donde la protagonista es una princesa indefensa esperando ser rescatada por un apuesto y gallardo príncipe o hermosas y perfectas princesas que tenían que besar un asqueroso sapo o soportar el mal humor de una bestia peluda para lograr, con el beso de “amor verdadero”, transformarlo en un hombre decente con quien por fin podían ser felices.
Sí, esas fueron las historias de nuestra infancia. No es de extrañar que muchas no lo lográramos y termináramos teniendo relaciones desastrosas porque en la vida real, los cuentos se dan a la inversa: los galantes caballeros se transforman en bestias que incluso te amenazan de muerte.
Aunque tengo que ser justa: no se trata solo de las historias que hemos escuchado porque, aunque creo que pueden influir, la verdad es que cada una decide cómo escribir la suya. En eso creo, soy firme partidaria de asumir la responsabilidad. Y nota que hablo de asumir responsabilidades, que es muy diferente a achacar culpas. Pero eso, y otras cosas más lo descubrí el día que dejé de ver debajo de la cama.
Mi historia
Como toda historia, antes del clímax es necesario dar una introducción. Aunque tampoco quiero extenderme y contarte una cursi historia de amor que terminó convirtiéndose en pesadilla, pero como ya sabes, los preliminares importan ¿cierto?
Mi historia no es muy diferente a otras. Conocí a un hombre con el que conviví aproximadamente 8 años. Admito que los primeros fueron de ensueño, apasionados y divertidos.
Dicen que el enamoramiento dura dos años y que luego viene el amor que se construye por decisión al mitigar la calentura. Al parecer, esa decisión nunca fue tomada.
El deterioro de la relación fue progresivo y al caerse la casa de naipes que habíamos construido yo también iba en picada. Mi autoestima desapareció y la rebeldía que me caracterizó siempre, ya no se asomaba. Con una hija recién nacida y depresión postparto no tenía fuerzas para nada. Mi única estrategia fue aguantar.
Cuando digo que decidí soportar fue porque ya no quería hacer nada para cambiar mi situación. Hoy entiendo que tampoco fui la mejor compañera y lo asumo porque, asumir la responsabilidad es el primer paso para sanar.
Fueron años muy duros en los que perdí mi esencia. Recuerdo que frases como “eres lo mejor que me ha pasado en la vida” fueron sustituidas por “vales lo que tienes en el bolsillo, dime ¿cuánto tienes?” Con la pregunta reforzaba la humillación, él sabía que no tenía mucho.
Ya no me despertaba en medio de la noche mientras me abrazaba y me susurraba cuanto me amaba. En cambio había un silencio glacial de días, incluso meses y ser ignorada dolía mucho.
Y así pasé mis veintes. Pero como nada es eterno, ni lo bueno ni lo malo, el cambio llegó. Sin magia ni estridencia y terminó de manifestarse al cumplir los 30 años. Fue como recibir un bofetón que me hizo reaccionar y accionar. Confrontar la realidad fue duro, pero necesario.
Cambiar de piel es un proceso doloroso porque somos animales de costumbre y nos acomodamos aún en la incomodidad. Pero eludir ya no era una opción porque la certeza del paso del tiempo es la mejor de las alarmas.
Después de una profunda autoconfrontación tomé una decisión. Tenía que salir de esa situación y debía, por mi bien y el de mi hija, terminar con esa relación y se lo comuniqué. Pero ese fue el inicio de la pesadilla.
El día que dejé de ver debajo la cama
Me cuesta entender porque aceptar una separación, sobre todo si la relación no ha sido sana, es tan difícil. Lo que pensé que sería la salida y mi alivio, terminó convirtiéndose en mi pesadilla.
Al principio intentó retenerme con palabras bonitas, una “reconquista” a la antigua con invitaciones que ya no eran bien recibidas. Luego quiso negociar a mi lado más racional y a mi instinto maternal con el argumento “piensa en lo que es mejor para nuestra hija” o “vayamos a terapia para salvar nuestra relación” Pero yo ya lo había decidido, ya había cerrado la puerta.
Entonces vino la sentencia: “si de verdad no quieres nada conmigo agarra a tu hija y vete, porque a mí se me están cruzando ideas muy negras por la cabeza”
Respondí como suelo hacerlo cuando me siento acorralada, enfrentando la amenaza. Pero mentiría si no dijera que estaba muy asustada. Pasé muchas noches en vela hasta que logré separarme y mudarme de ciudad porque donde vivíamos no tenía familiares ni amigos. Llegué a mi casa materna donde estuvimos acompañadas los siguientes meses, pero ellos decidieron mudarse al campo y quedamos en casa solo mi hija y yo.
Y comencé a revisar debajo de la cama.
Se convirtió en un ritual ¿sabes? Todas las noches, luego de que mi hija se durmiera lavaba los platos, arreglaba la casa, revisaba el patio trasero y aseguraba la puerta. Me asomaba a la puerta principal, miraba en los alrededores y cerraba con llave. Trababa cada ventana e iba por todas las habitaciones y revisaba bajo la cama.
No fui consciente de lo que ésta acción diaria, que llevaba a cabo con tanta meticulosidad, implicaba. Solo lo supe cuando, después de mucho tiempo, un par de años tal vez, una noche lavé los platos, arreglé la casa, cerré las puertas y ventanas, me bañé y me acosté.
Ese fue el día en que dejé de ver debajo de la cama.
El día que dejé de ver debajo de la cama fui consciente del peligro en el que mi hija y yo estuvimos.
El día que dejé de ver debajo de la cama descubrí que tenía meses, tal vez años viviendo aterrorizada.
El día que dejé de ver debajo de la cama comencé a hacerme muchas preguntas importantes: ¿En qué momento dejé de amarme y permití el maltrato? ¿Por qué me desconecté de mi esencia y dejé que otro determinara mi valor? ¿Por qué cedí mi poder?
El día que dejé de ver debajo la cama fue el día en que comencé a sanar.
Desde ese día hasta hoy ha pasado mucho tiempo. He tenido largas conversaciones conmigo misma donde han aflorado muchos sentimientos y emociones: lloré, me hice reproches, reviví el miedo y la angustia, sentí rabia contra él y contra mí misma, me burlé, me autocompadecí. Pero lo más importante: me perdoné.
Me perdoné por olvidarme de mí, por abandonar mis sueños, por el tiempo que despilfarré y que no volveré a tener, por ignorar mis talentos y por todas las malas decisiones tomadas enarbolando la bandera del amor.
Me he perdonado y me he aceptado. He abrazado mis sombras.
¿Sabes? Cuando abrazas tus sombras, tu luz brilla más y tus virtudes se manifiestan con mayor nitidez. Es en ese momento, cuando tienes plena conciencia de tus defectos, es cuando puedes comenzar a diseñar tu mejor versión.
Eso fue lo que hice, luego de el largo y doloroso proceso de autoconfrontación y de aceptación, comencé a pensar en cómo podía transformarme en una edición especial, en mi versión mejorada para que mis talentos, que por mucho tiempo dejé de lado, comenzaran a brillar. Y sí, siempre abrazando mis sombras.
Y en ese proceso de rediseño he descubierto:
Que soy valiente y capaz.
Que aunque no puedo retroceder el tiempo y volver a mis veintes, siempre puedo comenzar de nuevo
Que mis talentos no han desaparecido, siguen siendo parte de mí y pueden transformarse en un medio para generar ingresos y poner el pan en nuestra mesa.
Que me caigo muy bien, amo estar conmigo y tengo un montón de cualidades que me encantan.
He aprendido que nadie hará por mí lo que yo misma no estoy dispuesta a hacer. Mi vida es mi responsabilidad. No soy una víctima. Yo escribo mi propia historia.
Que cuidar de mi apariencia forma parte de mi amor propio por eso, mantengo el enfoque y me ejercito a diario.
Es muy importante contar con una red de apoyo, por ello procuro cultivar relaciones sanas y auténticas.
Que no es sensato buscar pareja desde las carencias. Créeme, eso nunca termina bien. Por eso, antes de enamorarme de otro, me enamoro de mí, me digo palabras bonitas y procuro hacerme feliz.
Que soy un ser completo. El cuento de la media naranja es eso, solo un cuento.
Mi paz mental y la de mi hija no son negociables por eso decidí vivir en bienestar.
Las malas experiencias son valiosas lecciones que pueden transformar una vida entera siempre y cuando estemos dispuestos a soltar y sanar.
Reconozco que soy un trabajo en progreso, sé que aún no he alcanzado mi máximo potencial y siendo absolutamente honesta, no sé si lo lograré. Eso sí, sigo aprendiendo, sin prepotencia pero sin hacer menos mis méritos, siempre mirando hacia dentro.
Ya no veo debajo de la cama.
Ani Lucy Ramírez es la cuarta escritora invitada de este proyecto Mujeres que sanan. Ani estuvo en mi podcast El club de las mujeres imperfectas hablando de la franqueza compulsiva en el episodio 106.
Además, Ani forma parte de mi grupo De Escritoras a Autoras este año y participó el año pasado en el Campamento de verano para nuevas escritoras en su primera edición, quedando seleccionada entre las mujeres participantes.
Con Ani tengo una cita mensual en instagram en donde ambas coincidimos en un live a través de un espacio que hemos denominado Kdrama Club, en donde nos salimos un rato de la cotidianidad hablamos sobre nuestras series coreanas favoritas.
Mi invitada se desnuda en este post, trayendo una historia que puede ser la historia de cualquiera de nosotras, en donde nos cuenta cómo resurgió luego de la separación de una relación tóxica y cómo el trauma la hizo ver por debajo de la cama durante mucho tiempo.
Todo proceso de sanación no es lineal pero siempre nos llevará hacia la evolución personal, tal vez Ani ha vuelto a ver debajo de la cama, pero es para reafirmarse en ese espacio interior que ella misma ha logrado conquistar.
Te invito a seguir a Ani en su cuenta de Instagram, y si te gustan los coreanos tanto como a ella y a mi, disfrutarás entonces de sus publicaciones.
Excelente post, una gran historia que parece fantasía pero no es así. Gran escritora. Me ha encantado
ResponderEliminarMe súper encantó tu narrativa. Llegué a verte en tu abismo y así mismo resurgiendo desde el fondo donde te habias metido sin ser consciente de toda la trama en la cual estabas. Superaste tu miedo! Y lo más importante enfocas tu nueva versión sin que ello sea ya lo más acabado de tu diario vivir. Valiente y llena de luz así te veo♡◇☆
ResponderEliminarQue bien narrada tu difícil historia, me alegro que todo salió bien, gracias por los consejos finales.
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