Hace algún tiempo tuve una amiga, se llamaba culpa, ella era la viva imagen de esta emoción, olía a culpa e irradiaba culpa por doquier. Cuando la conocí, era una mujer radiante, hermosa, un alma encantadora, con un cuerpo que cualquier hombre quería presumir, como territorio conquistado.
Tenía 16 cuando, cansada del desamor de su
familia disfuncional, se dejó convencer por esa estafa llamada matrimonio, deslumbrada
por la experiencia y los encantos de alguien que le doblaba los años, y que la
sacó del mercado de las oportunidades, convirtiendo su primavera en un uniforme
de empleada doméstica.
El idilio de amor duró un suspiro y la vida de
casados era una condena de casa por cárcel, pero con hijos. Se le venció muy
rápido el tiempo para soñar y entonces empezó a usar sueños prestados.
Su belleza y simpatía no se fueron después de dos niños, al contrario, se acentuaron más y la convirtieron en un imán de hombres jóvenes que quisieron demostrarle que existía la libertad, el amor sin reglas y las discotecas.
Nuevamente se ilusionó, pero esta vez con las
palabras bonitas que nunca le dijo su esposo; volvió a sonreír con las miradas
prohibidas de alguien con quien no compartía el apellido, pero si su corazón.
Me contó alguna vez que, evitó a toda costa
caer en la tentación, pero la idea prohibida de sentirse querida de nuevo y en
una cama distinta, la hizo tropezarse con intención, en esos labios que
fueron su perdición y que le pintaron la mirada de puro pecado.
Como el amor, aunque se esconda se nota, fue
descubierta y señalada, por los jueces sin título, que abundan en las ventanas
vecinas de cualquier calle. Sus hijos, que nunca la juzgaron, lo sabían y su
esposo también, sin embargo, el amor de unos y el miedo a quedarse solo de otros,
le otorgaron absolución a esta infracción de amor, pero solo de palabra.
Un cambio de ciudad y una casa nueva,
disfrazaron por un tiempo la vergüenza, pero cada vez que había olor a cerveza
en casa, todos sabían que era la hora repetida del paredón. Su marido, que
irónicamente, recuperaba la memoria cada vez que bebía, aprovechaba el exceso
de copas para recordarle lo indecente e imperfecta que era, por alguna vez
cometer este delito de pasión.
Fueron tantos los golpes a la autoestima,
recibidos cada fin de semana, que el remordimiento apagó el brillo de sus ojos
y entristeció el color de su cabello.
Llenó su cara con las arrugas del dolor y se
entregó totalmente a la culpa,
esa que hoy cumple la mayoría de edad y lleva el nombre de una santa como
penitencia por su pecado.
Pecado que hoy se parece mucho a su papá y
tiene un color de piel y una sonrisa que la distingue de quien le dio el
apellido y la quiere mucho en público, pero que no la mira a los ojos cuando la
tiene cerca.
Mi amiga olvidó sonreír, su frustración
pudo más que su capacidad de perdón y convirtió una aventura de juventud en
una flagelación eterna. Rompió una norma y apagó su vida por vergüenza y
miedo al “qué van a decir”, se cambió de nombre y se bautizó culpable por el
resto de su vida.
Mi amiga eligió pagar una pena que nunca tuvo abogado defensor. Ella olvidó que era humana y que los santos ya estaban completos, no supo cómo hacer gritar su fe para silenciar sus miedos.
Envejeció a los 36, era una mujer aún joven,
pero con el alma muy rota, su espalda llevaba el peso de los sueños frustrados y
un corazón castigado por los recuerdos de muchos dedos acusadores apuntando a
su cabeza, que le imputaban por ser una humana igual que todos.
Sacrificó su felicidad por salvar la de sus
hijos, pero no sabía que las penas también se heredan y que la sangre también
se envenena con la tristeza de una madre, pues los hijos adquirieron lamentos que no
pidieron, porque ningún hijo es feliz viendo morir en vida a quien los trajo al
mundo.
Mi amiga murió ahogada en palabras que nunca
dijo, saturada de silencios incómodos, enmudecida por la culpa.
Guardó para siempre la historia que censuró
toda su vida, se envenenó con el remordimiento de esos días que nunca se
perdonó, de esas horas que se convirtieron en la única cosa que quería
contar y que no podía.
Murió siendo víctima de sus propios juicios imaginarios, el suicidio fue la única forma de compasión que encontró, un cuchillo fue la paz para su alma y la guerra para quien quedó en vida, pues la culpa no terminó con la sangre que salió de sus venas, sino que se multiplicó en el alma de quienes se quedaron martirizándose con todo lo que pudieron hacer pero que nunca intentaron.
Y esa fue la lección más grande que le dejó a
sus hijos: la culpa es el mayor enemigo de la felicidad, es un veneno que te
tomas de a poco y que solo se cura con una dosis de perdón, perdón que solo
puede venir de ti y de nadie más, porque sino la muerte se encargará de
enseñarte una disculpa a costa de tu propia vida.
En mi Espacio de escritura creativa he conocido a tantas mujeres talentosas con habilidades fantásticas para la escritura, que me encantaría traerlas a todas a mi blog, pero es preciso aplicar un filtro para saber qué tanto aporte le van a traer al blog.
De todas mis invitadas, Anglis me resulta una mujer muy misteriosa pero al mismo tiempo con un ingenio fascinante para la escritura, y ella lo ha probado con este post al escribirle a la culpa como una emoción castigadora y castrante, ella la personifica a través de la imagen de una mujer culpable cuya emoción la llevó a la tumba.
Este año estamos escribiéndole a las emociones, precisamente para ampliar nuestro vocabulario emocional y comprender cómo las emociones afectan nuestra vida sin siquiera saber qué nombre tienen.
Si quieres ser una escritora invitada de mi blog el próximo año, te invito a participar en el Campamento de verano para nuevas escritoras en donde surgirán las 12 mujeres que se vendrán a mi blog en el 2022.
Comienza a seguir a Anglis en su cuenta de Instagram y está atenta a todo lo que ella publica.
Gracias por semejante descripción. Me encantó hacer tu taller. Terapéutico y lleno de aprendizajes
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