Antofagasta, ciudad vibrante de
rocas, mar y arena que ha tejido redes de costa, puerto, ferrocarril y altiplanos. Sitio
de pescadores sensibles, oficinas salitreras, tejedoras artistas, recolectores de algas, inmigrantes y
grandes entornos mineros.
En esta sencilla carta honro tu cielo, tu sol resplandeciente,
el vuelo de tus gaviotas, la altitud de tus cerros y las noches estrelladas a través de
experiencias que jamás volverán.
Antofagasta
de mañanas soleadas. Idas a la escuela caminando, a la universidad en
micro y al trabajo en
bicicleta. Pisadas de tierra seca después del aluvión, rodillas peladas por el cemento y miles de pelotas
confiscadas por el vecino del perro bravo.
Veranos de
aire tropical jugando a la challa, viajes a Hornitos y quemando monos de trapo
en año nuevo.
Otoños de
viento suave, algunas nubes y un rico chumbeque con manjar después de almuerzo.
Inviernos
amorosos en donde la brisa del mar no te hace daño, más bien, te invita a
refugiarte en antiguos momentos que compartes junto a un exquisito mate
caliente.
Primaveras
de alergias, nuevos despertares, pelo al viento y olores de septiembre. Tu
clima nos abriga todo el
año, nos contiene como una madre y nos permite vivir una vida próspera, alegre y tranquila.
Antofagasta
de atardeceres luminosos. De esos que guardan secretos que te invitan a
reír, llorar y sentir tu
corazón desde lo más profundo. Atardeceres mágicos con colores nuevos cada día. Cada minuto.
Puestas de
sol de ensueño que te recuerdan la inmensidad de la naturaleza y que el mundo es
nuestra casa. El sol se esconde y yo, admirada me quedo a tu lado, tocando la brisa con
mi cara y sintiendo mis manos frías que se disponen a tomar un gran tazón de té… el más rico
de todos.
Si existiese
un concurso de atardeceres creo que tú, mi querida Antofagasta, te llevarías
el primer lugar. Desde el
mar, el bar de la esquina o desde la punta del cerro. Desde el balcón de un edificio o las Ruinas
de Huanchaca, desde la terraza del centro comercial, sentada en algún muro del Caliche o
mirando por la ventana de una micro. Todo lugar se convierte en el mirador perfecto para
contemplar tu belleza y agradecerte por ser una ciudad con tanta bondad. Con tanta entrega.
Antofagasta
de noches cálidas. La sonrisa en mi rostro afirma mi decisión de
escribirte. Largas caminatas
por el inconfundible paseo del mar acompañada de amores pasados, amigos entrañables, de algún perro
callejero o de la luna y su fiel reflejo. Aquellos terremotos que te despiertan a
media noche y la lluvia de estrellas que llegan después.
Las choradas a la parrilla con vino
tinto, pan tostado, guitarras melodiosas, tambores, humo, anécdotas incontables y personajes
que nunca más veré. Celebraciones de cumpleaños, conversaciones sin sentido, besos
románticos, despedidas dolorosas, juegos y suspiros de madrugada.
Antofagasta
desde siempre. A pesar de que mis ojos se abrieron por primera vez en la ciudad de Arica, eres tú, mi
perla nortina quien ha cuidado mi infancia y mis grandes años de juventud. Sentí tu pálpito
por más de 28 años y anhelo el día de nuestro reencuentro frente al horizonte.
Me sumerjo
en mi niñez y de golpe aparece “El Galeón” un barco gigante varado en la playa que
custodiaba nuestros juegos con pala, balde y arena. Risas en las posas de agua,
bailes en bikinis rojos con pintitas blancas y la fina silueta de mi madre
observándonos desde lejos como un hada de grandes alas y cabello rizado.
Antofagasta
querida. Sigo acariciándote con mis palabras y a lo lejos renace otro recuerdo. Mi padre, hombre de salitrera con
manos grandes y piel morena sacando piure de las rocas. Con cuchillo en mano, un
recipiente roñoso al costado y las olas reventando a sus espaldas, extraía este alimento que el
mar le regalaba con tanta generosidad. Una proeza nortina de un sábado por la tarde que
observábamos con curiosidad y que luego entre hermanos, tíos y primos comeríamos con limón,
sal, aceite, cebolla picada y cilantro.
Hoy debo
confesar que, el aquel entonces, esa mezcla de sabores no era mi favorita.
Sin embargo, los más de
seis mil kilómetros de distancia y mi ausencia de cinco años, activan el anhelo
de probarlo. A este deseo se suman las empanadas de mariscos y el ceviche.
La sopa
marinera, el caldillo de congrio y los sabrosos locos con mayonesa. Ese pescado
frito envuelto en pan batido y darle la primera mordida después de estar horas
chapoteando en la playa. Mi corazón se enternece al recordar tantas delicias.
Que vida más abundante.
Amiga
lectora, esta carta es para mi amada Antofagasta. La Perla del Norte ubicada en
el país más largo y
angosto del mundo. Estoy segura que varios términos te sonarán un poco extraños, desconocidos e
inexistentes en tu vocabulario tradicional. Sin embargo, estas palabras son la poesía que me transporta
al origen.
Aún cuando
pertenezco a ese grupo de personas que se levanta todos los días dispuesta
a vivir el momento
presente y no anclarse a experiencias pasadas, hoy decido recordar todo lo que Antofagasta me ha dado.
Decido
libremente viajar hacia el ayer y escribirle a la ciudad que ha sido testigo de
mis tropiezos, lamentos y victorias. Aquí fue donde aprendí a nadar, subir
cerros, andar en bicicleta, valorar los encuentros familiares y reconocer la importancia
de conectar con mis raíces.
Me considero
un alma viajera y podría haber escrito una carta a cualquier ciudad.
Santiago, Houston, Buenos
Aires, Máncora, Montevideo, Guayaquil, San Antonio, Dallas, Miami, Chicago o Nueva York. Pero no. Esta
carta tiene un destinatario único y especial. Mi eterna Antofagasta.
Un entorno de sal,
amplitud y dunas majestuosas. Una ciudad creada para mujeres como yo, que le gusta
escribir, meditar, bañarse en agua salada, pintar cielos, escalar montañas y saltar cuando
viene una ola.
Un lugar
para mujeres que cantan, bailan, aman los animales y gozan del silencio
nocturno. Mujeres geólogas, fotógrafas, artesanas, psicólogas, periodistas,
astrónomas, dentistas, profesoras, antropólogas y guardianas del mar. Mujeres
como tú, como ella y como yo que viajan, sueñan, aprenden y piensan en la posibilidad
de volver a la tierra que las vió crecer.
Hasta muy
pronto perlita.
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Conocí a
Leslye a través de un comentario que ella me hizo en uno de mis videos en YouTube,
ella me invitó a participar en su blog Creomás,
luego yo la invité a participar en el mío.
Durante ese
año tuvimos mucha comunicación por correo electrónico, hasta que un día de
diciembre me escribe y me dice que estará a finales de año en mi ciudad y me propone
conocernos en persona, al cual accedí y fue un encuentro genial porque fue la
primera desvirtualización de ambas.
A partir de
allí creamos muchas cosas incluyendo nuestro taller de Autoconocimiento.
Y hoy
regresa a mi blog con esta hermosa carta dedicada a una ciudad costera que se
encuentra por allá en América del Sur lejos de nuestros pasos pero muy cercana
al corazón de ella.
Leslye es
una apasionada del arte y me ha sorprendido con sus dotes de poeta, dentro del taller
que construimos juntas nos regala lecturas hermosas y meditaciones que te hacen
coincidir con tu propia esencia.
Querida Eliana, gracias por invitarme a participar en tan bello proyecto. Un espacio de poesía que nos conecta con esa ciudad mágica en donde ha quedado un pedacito de nuestro corazón.
ResponderEliminarPara mi es un gusto colaborar contigo mi querida Leslye, intercambiar ideas y proyectos, siempre serás bienvenida a mi blog, me encanta leerte.
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