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La mujer controladora


Cada día de su vida, al despertar, la mujer controladora daba gracias por el poder que se le había otorgado, aunque ella, que durante un tiempo había sido capaz de engañar a tanta gente, no se engañaría jamás a sí misma. Bien sabía el precio que había pagado por él.

Se despertó a la hora en punto, la misma en verano y en invierno, esperando encontrar sus cosas en un orden estricto y perfecto. Sus cosas, su orden. Amanecía en una casa sin gente, pero no vacía, sino llena de rutinas. El orgullo era su bandera; el control, su escudo.

Con los ojos cerrados encontró las viejas zapatillas de terciopelo azul marino al lado de su cama, alineadas hasta el milímetro sobre la raída alfombra persa. Si estiraba apenas el brazo, alcanzaba el elegante bastón de ébano con puño de plata que, cada noche, Guadalupe dejaba apoyado contra la mesita de noche.

Sentada en la cama, se miró las manos, arrugadas y cubiertas de manchas. Su cuerpo había envejecido pero no su mente ni su fuerza de voluntad, más poderosas cada año que pasaba. Y esos ojos azul pálido, ardientes como el hielo que contemplaban el nuevo día como un general el campo de batalla porque, para la mujer controladora, la vida era una guerra. Y ella solo sabía ganar.

En unos cuantos pasos llegó al comedor. Aún con la luz de la mañana entrando por la ventana, la habitación era sombría. ¿Le habría gustado cambiar aquellos pesados muebles oscuros por otros más alegres, más ligeros? Quizá sí, pero eran más que muebles. Eran trofeos, ganados a su hermana en la lucha por la herencia materna. Durante un minuto, contempló la mesa dispuesta para el desayuno con una mueca de disgusto. Esperaba que Guadalupe hubiese cometido un error, el mantel de hilo mal planchado, la cucharilla sin pulir, el té demasiado caliente o demasiado frío, pero su asistenta era lista y enseguida aprendió que desafiar a la mujer controladora traía consecuencias desagradables.

Suspirando de frustración —cuánto le hubiese gustado encontrar un fallo minúsculo que le permitiera ejercer su poder—, se sentó a la mesa y tomó la taza de porcelana, tan fina que la luz se filtraba a través. La frágil pieza era la última superviviente del juego heredado de su madre.

¿Dónde estaría ahora Elvira, su única hermana? Con qué satisfacción la vio marcharse desconsolada cuando le dejó bien claro que ella se quedaría con la casa, con las joyas y los cuadros, con la plata y la porcelana porque su hermana no era más que una pobre mujer sin voluntad que despilfarraría la herencia en cuestión de meses. ¿Cuánto hacía ya? ¿Treinta años? Nunca la había vuelto a ver, pero en el corazón de la mujer controladora no albergaba remordimiento alguno. Sabía lo que había que hacer y lo había hecho.

Recuerdos. Con gesto lento, de reina antigua, la mujer controladora acarició las sartas de perlas que ceñían su cuello, las perlas de su boda, tan lejana, con Nicolás y torció la boca con desagrado. Ella, que jamás se había equivocado, le juzgó mal. Aquel hombrecillo tímido y tranquilo, a quien creyó poder dominar sin esfuerzo, resultó albergar un corazón indomable en el que nada hacía mella: ni las discusiones a gritos, ni los reproches sarcásticos, ni las quejas dolientes, ni la humillación ni el silencio helado que podía durar semanas. Aguantó, estoico, el tiempo suficiente para ver crecido al hijo de ambos y un buen día, harto de aquella guerra sin cuartel en la que nunca podría vencer, huyó de madrugada con lo puesto, escapando de aquella cárcel de pena.

La mujer controladora le esperó durante tres días. Setenta y dos largas horas en que la furia dejó paso al orgullo y al desconocido sentimiento de sentirse derrotada sin siquiera haber podido presentar batalla. Al cuarto, sacó las perlas de su estuche y se las abrochó al cuello para no quitárselas jamás. Y puso otra piedra en la muralla con la que mantenía a raya al mundo y sus gentes.

Las personas se marchaban, la abandonaban sin querer entender cuánto sacrificaba ella por los demás. ¿Qué mundo sería este sin control, sin voluntad? Sí, ella había decidido siempre qué hacer y cómo hacerlo, pero ¿no consistía en eso el verdadero sacrificio? En tomar el timón de la nave de la vida y manejarlo con mano firme para llevar a la tripulación a un puerto seguro. Había sido firme, había sido decidida y, a cambio, no había recibido ni agradecimiento, ni lealtad.

Cada vez entra más luz en el comedor, pero era una luz tristona y gris, que nada podía contra tanta caoba oscura y tanta decepción acumulada. La mujer controladora se acercó a la ventana y apartó los visillos (blancos, almidonados, perfectos, como no podría ser de otra manera). La calle, señorial, empezaba a bullir de vida. Porteros barriendo la acera, hombres y mujeres caminando presurosos hacia el metro y, del portal de enfrente, vio salir a Ascensión.

La vieja bruja sigue viva—pensó ¿O quizá lo dijo en voz alta?

Durante unos pocos meses, después de que se librase de Nicolás, Ascensión se le acercó y la mujer controladora aceptó su compañía como quien acepta la proximidad de un súbdito. Ella decidía a dónde iban, los días y las horas en que se veían, ella ordenaba y esperaba obediencia, pero nunca habían sido amigas porque eso hubiese supuesto una inaceptable igualdad. Pronto, también Ascensión empezó a ahogarse bajo la sofocante manta de control y decisiones unilaterales. Sin espacio para florecer, la relación entre ambas mujeres fue languideciendo hasta desaparecer y la mujer controladora no lo lamentó. Sencillamente, Ascensión tampoco había estado a la altura.

Un golpe sordo en el vestíbulo. La mujer controladora se sobresaltó al escuchar la puerta del piso cerrarse. Su hijo había vuelto y una sonrisa de triunfo brilló en su cara arrugada. Esta vez había ganado y todas sus lágrimas, los achaques fingidos, las críticas demoledoras a la mujer que había osado presentarle como “su novia” — ¡cómo si ese inútil, gordo y atontado pudiese encontrar una novia apropiada y decente!— habían dado su fruto. La mujer controladora había ejercido su poder abrasador y había funcionado. Por la puerta que había abierto su hijo se alejaría su temor a morir sola.

Envuelta en una ola de alivio, tan cálida que casi olvidó la manera en que su hijo la había desafiado, se alejó de la ventana y se asomó al zaguán. Junto a la consola isabelina, un par de vulgares bolsas del supermercado desbordaban de hortalizas. Guadalupe había vuelto de la compra y la mujer controladora había perdido otra batalla.

La mujer controladora se apoyó en el bastón. ¿Sentía el peso de los años, el paso de las personas que alguna vez habían formado parte de su vida? ¿Sentía la soledad? Quizá, pero, al minuto siguiente, erguida como una amazona, se dio media vuelta para regresar a su mundo amurallado de control, a la única seguridad que conocía. Algún día, alguien podría abrir en él una brecha, pero ese día no sería aquel.
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Conocí a María en un grupo de blogueras donde ambas participamos. Los comentarios compartidos en nuestros blogs me hizo invitarla a ser parte de este proyecto, yo la percibo como una mujer un poco incrédula en esto del crecimiento personal por lo que asignarle el rol de la mujer controladora me pareció una excelente idea. Ella es consultora editorial que te asesora y guía en las distintas fases de creación de un libro de no ficción en su blog Letras de Sal.

Como buena novelista que es, mi invitada nos entrega un grandioso relato de una mujer dominante y controladora hasta la saciedad, por primera vez se describe en este proyecto a una mujer avanzada en edad, cuyas únicas compañías son su orgullo y su control engrandecidos.

Después de leer este relato me queda la duda de si una mujer controladora puede llegar a redimirse y aprender a querer, o es acaso el control un lugar seguro en el que ella se refugia porque no concibe la vida de otra manera, esta mujer dejó ir a los seres que amaba porque no tenía ninguna pretensión de cambiar su control, pero… ¿Qué se supone que tenía que cambiar?

La persona controladora no ve su control como un problema, al contrario, cree que sin esa vigilancia eterna de que todo esté justo como lo quiere, el mundo no tendría sentido, ser inflexible es su forma de responder ante la vida y no tiene ningún inconveniente con eso.

Cuántas de nosotras controlamos y nos olvidamos de conectar, cuánta desconexión en este mundo porque invertimos mucha energía vital en controlar lo que escapa de nuestras manos, sin saber que la confianza era la única herramienta que teníamos que utilizar para ir hacia adentro y permitir entonces que la vida fluya.

Si eres una escritora que quiere autopublicarse, María es la persona que debes leer, ella te ofrece información valiosa a través de sus posts donde te acompaña y te ayuda para que escribir, publicar y vender sean procesos que disfrutes y logres con facilidad.

Me encanta tenerla entre mis escritoras invitadas porque es una de esas mujeres que se reinventó profesionalmente para entrar en este nuevo mundo del emprendimiento digital, y aunque no le va bien llevar a la práctica los libros de desarrollo personal, ella está dispuesta a ayudar a las mujeres que quieran escribir su libro sobre esta temática.

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