Querido cuerpo, ya han pasado casi cuatro
décadas y no había tenido tiempo para escribirte
una carta y agradecerte por este recorrido, por acompañarme en este camino
que se llama vida y ser un perfecto respaldo de emociones y sentimientos.
Ese amoroso lenguaje que tienes para
comunicarte conmigo y que yo siempre he interpretado como dolor y malestar, es
el que me ha hecho saber que tienes vida propia y que me hablas por medio de la
energía que se te ha otorgado, indicándome cuando las cosas van bien o cuando
algo anda mal.
Perdóname las veces que te he callado con una
pastilla y no me he detenido a escucharte, disculpa los momentos en los que te he llevado al exceso por no
dormir o no comer o creer que funcionarías mejor con algún antídoto que tu
fácilmente sabes producir.
Agradezco a ese torrente que recorre cada
rincón de mi cuerpo que se llama sangre y que oxigena mi cerebro, mi grandioso e imaginativo cerebro, y
que se impulsa desde mi maravilloso
corazón, mi principal razón de vida, mi latente amigo y compañero que a
cada instante tiene algo que decir y que no he sabido escuchar por estar
pendiente del ruido de la vida.
Mis ondas cerebrales amplias y regulares,
danzan al compás de las armoniosas ondas de mi corazón, el cual se me ha
manifestado a través del silencio y de la escucha atenta como un estado de consciencia inteligente; esa
conexión energética que existe entre ambos, me ha hecho regular las emociones
hasta volverlas inteligentes también cambiando mi forma de ver la vida.
El pericardio, ese musculo que envuelve a mi corazón y lo arropa para protegerlo del
mundo, se fue endureciendo con cada tristeza, cada rabia, cada celo, cada
miedo, cada ahogo, cada ansiedad; pero
solo bastaba el apretón de un abrazo para que esa musculatura dejara a un lado
su rigidez y regresara de nuevo mi
pulsante corazón con sus armoniosas ondas para indicarme que a cada segundo que
sigo viva porque mi respiración así me
lo recuerda.
Sé que eres
un cuerpo físico y que vienes acompañado de uno emocional y uno espiritual,
y sé que los tres se dejan llevar muchas veces por la tiranía de la mente, la
cual toma unas dimensiones inimaginadas donde las tormentas pueden ser más
abundantes que las sequías, inundándote de malestares y deteriorando tu sistema
de inmunidad.
Tengo absoluta consciencia que esa gripe que
luego se convirtió en fiebre, esa sequedad en el ojo que luego se volvió
enrojecimiento, ese dolor de garganta que luego fue amigdalitis, ese colon
inflamado que posteriormente fue un dolor de pierna, o ese dolor de cabeza
acompañado de mareos y agotamiento, fueron tus gritos ahogados y desesperados,
y que yo con el bálsamo de la lágrima
podía socorrer eventualmente a tu llamado por no comprender lo que me estabas
diciendo. O como esa vez en la que te encargaste de llorar la muerte de mi
padre con síntomas porque mis ojos eran incapaces de hacerlo.
Todo era cuestión de permitirme la tristeza y reconocerte como un aliado y no como un
enemigo, hace ya mucho tiempo que dejé de verte como un obeso compañero, le
cambié la mirada al espejo y ahora te veo como un esbelto amigo de
protuberancias y asimetrías que te hacen tan único, tan perfecto; tuve que aceptarte primero antes de
quererte, y cuando te acepté, ya no quise cambiarte con retoques ni
bisturí, ni agregarte cosas que tú ya tenías.
Querido cuerpo, hemos caminado tantas calles y mis fuertes piernas han resistido el
trayecto, mis pies que soportan tu peso han sido testigos de este largo
recorrido, ¿sabes cuántos días me la he pasado descontenta por la forma de sus
dedos? Pero ellos siguen allí resistentes a cada paso del camino, a veces se
hinchan y yo los coloco hacia arriba como muestra de agradecimiento.
Que absurdo enfocarme
en lo que no me gustaba en vez de resaltar lo que adoro de ti, como el cabello, los labios, las
manos, la espalda decorada con sus pecas, e ir más allá, mi páncreas, mi
estomago, mis riñones, mi hermosa columna, el tabique desviado de mi nariz que
nadie nota pero que a mi tanto me gusta, la blancura de mis dientes, la
fortaleza de mis huesos, mis pulmones que reciben la vida a cada instante y me
ayudan a seguir viviendo.
Han pasado los años y has cambiado demasiado, una vez te transformaste por completo para
darle cabida a mi hija en tu vientre, ahora te encaminas hacia otra
transformación y ya lo voy viendo en esas cuantas canas que cubro amarrando mi
cabello, o en esas pecas blancas que cada vez son más en mis brazos, o en esas
delgadas líneas que van apareciendo debajo de mis ojos, tal vez extrañe a la que antes yo era, pero fue ella la que me
trajo hasta este lado de la vida.
¿Será que ya estoy a mitad de camino y por eso
me pongo tan nostálgica? ¿Cuánto tiempo más nos queda para estar juntos? ¿Tal
vez unos cuarenta años más?, está en mis
manos cuidarte con recelo y saber gestionar adecuadamente mis emociones
para que llegues hasta donde tengas que llegar con la vitalidad que merece tu
permanencia en este mundo terrenal.
Bueno mi querido amigo, no me queda más que
agradecerte y reconocerte como un compañero y no como un súbdito de mis
pensamientos agobiantes, saber que caminas conmigo y que eres mi móvil, quien
me indica cuando no he dicho la verdad y quien siempre me recuerda todas las
emociones que están pendientes por sanar, sé que no me dejas una nota de voz ni
un mensaje pegado en la nevera, sé que me hablas y reconoceré primero tu
lenguaje antes de callarlo con algún medicamento y a darte tiempo para tu
descanso, buena alimentación y lo que más te gusta… yoga y estiramiento.
El amor propio como respuesta a todo.— Eliana Vasquez (@eliana_77ve) 3 de abril de 2016
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