Este viaje lo hice
de manera distinta, primero porque la permanencia fue más corta que otras veces,
así que aproveché cada momento para sostenerle la mirada a cada detalle, me dejé
sorprender por el placer que me procura deambular por mi ciudad, pero siendo
solo una espectadora de sus calles no sintiendo que allí pertenezca. Y aunque
no pretendo traerles un itinerario completo de un viaje a retazos, sí les
quiero conversar sobre lo que significó para mí el reencuentro con lugares y
personas, además, el conjugar en plural el verbo compartir que muchas veces la
soledad no me permite hacerlo.
Confieso que antes
de hacer este viaje sentía las pilas anímicas descargadas, pero una vez que me
reencuentro en el aeropuerto con mi hermano y su familia, cuando abrazo a mi
madre, cuando beso a mi hermana, cuando entro a mi antiguo hogar, ya poco a
poco algo dentro de mí se va reponiendo. Los días pasaron más fugaces que otras
veces, parecía que el tiempo no alcanzaba para conversar, reír, ponernos al día
de un año de ausencia, recobrar lo perdido que la distancia dejó a su paso.
Agradezco enormemente a todo aquel que se tomó un momento para visitarme, para
verme, para escribir, para llamar, para saludar.
Que rápido se nos
pasa la vida cuando estamos siendo felices, me pasaba que cuando miraba el
reloj ya casi finalizaba la tarde o ya era media noche, los días estuvieron
marcados por absoluta prosperidad, mesas abundantes en comida rodeadas por las
personas que amo es lo que mejor queda plasmado en mi mente de este viaje.
Pasear aquellos lugares que antes eran mi cotidianidad y que ahora es un lujo
estar en ellos le dio un significado escénico a mis días. La cercanía del mar
es lo que más me fortalece, así que pararse frente a él u observarlo desde la
montaña son instantes que nutren mi vida, y solo quisiera perpetuarme ante su
presencia.
La compañía es una
de las cosas que se sacrifican cuando se decide cambiar de país para buscar una
vida distinta, el contacto físico se interrumpe durante largos periodos de
tiempo, y cuando se hace posible el encuentro, ocurre que me descubro más silenciosa
y retraída porque la soledad me ha enseñado a ser más introspectiva.
Al estar rodeada
por muchos me di cuenta que la introspección la he tomado inconscientemente como
una actitud de vida, no puedo dejar de ser una observadora, una estudiosa de las
emociones, los gestos y tonos me van mostrando el interior de cada quien,
parece absurdo pero me he vuelto tan perceptiva que es inevitable ver por
dentro a alguien una vez que ha expuesto sus frases.
Cambié días de
soledad por días en los que una reunión podía terminar con guitarra y todos
cantando, o brindis a deshoras, o improvisar una visita, o con una cerveza en
mano mirando las olas que vienen y van de una tarde marina, o la nostalgia
disuelta en la emotividad de cada retorno a lugares ya caminados que volvían a
caminar dentro de mí; todo esto me hizo recobrar una energía perdida de dicha e
inspiración.
El reencuentro fue
simplemente la integración de mi esencia con esas personas que hacen parte de
mi contexto espiritual. Lo más difícil – como siempre – es la despedida, pero
tengo claro que es parte del encuentro el tener que despedirse, así sea por
momentos o hasta donde nos dure el aliento; un abrazo final sella lo vivido y
nos murmura la esperanza de nuevos reencuentros, de volvernos a juntar en otras
esquinas, en otros rincones donde nos haga coincidir la vida.
A donde el corazón se inclina el pie camina.
— Eliana Vasquez (@eliana_77ve) enero 8, 2015
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