Tuve la suerte de tener una madre con carácter y un
padre emocionalmente presente siempre, entre ambos ocurrió el equilibrio
perfecto para convertirme en una mujer emotiva y determinada. Nunca fui una
niña rechazada, humillada ni excluida, y lo más importante, siempre me sentí
querible y querida.
Hacemos todo lo posible para que nuestros hijos
tengan todo aquello que no tuvimos: los mejores colegios, la comida, la ropa,
los juguetes; pero muchas veces no sabemos diferenciar ese día en que nuestro hijo
comenzó a mirar diferente. La premura de la vida no nos permitió detenernos, y
nos fuimos ausentando hasta que nos hicimos extraños.
El mundo necesita de padres emocionalmente
accesibles, padres afectivamente presentes e involucrados, disponibles para el
cariño, el apoyo, la empatía y el abrazo. Pero es difícil vincularnos
emocionalmente con nuestros hijos si estamos desvinculados de nuestras propias
emociones. Establecer vinculo para conocer la anatomía espiritual de nuestros
hijos a partir de relaciones gratificantes y amorosas, es lo mejor que le
podemos ofrecer para que construyan una sana identidad.
Si usted se escuda en el pretexto de que así no fue su crianza, se está perdiendo entonces la posibilidad de vivir una experiencia diferente, de abordar el amor desde un ámbito de absoluta plenitud, por el sólo hecho de que el abrazo y la expresión del “te amo” no hayan sido parte de su cotidianidad con sus progenitores.
Si al contrario de mi suerte, una persona toca con
una madre sin carácter y un padre ausente emocionalmente, es difícil que
aprenda a desarrollar una relación amorosa en forma espiritual con todas las
personas importantes de su vida, cuando no sepa qué hacer con unas emociones
que nunca le enseñaron a manejar, tal vez la represión y la culpabilidad sean
luego parte de su historia. No es que mi crianza sea la correcta, pero al menos
sé identificar una emoción cuando llega y no la reprimo para que no llegue a
alojarse en mi cuerpo.
Recuerdo que una de las mejores conversaciones que
he tenido en mi vida las tuve con mi padre, largas horas de absoluta conexión,
donde el mirar a los ojos, hablar con confianza, sin miedo a ser juzgada ni
vetada, eran perfectas para afianzar mi emocionalidad y darle apertura a una
personalidad que por mucho tiempo se encontró tras el antifaz de la timidez.
Tener la percepción suficiente para distinguir
cuando nuestro hijo sonríe de forma diferente, cuando algo lo perturba, cuando
algo o alguien le disgustan, es importante para lograr una certera
conectividad, pero no nos detenemos para saber quiénes son nuestros hijos en
realidad, qué misión de vida traen y cómo podemos ayudarles a conseguirla, nos
limitamos solo a determinarles quienes tienen que ser, a que ellos cumplan los sueños
que nosotros no pudimos cumplir, a que sean las personas que nuestros padres no
nos dejaron ser.
Mi padre decía “hijo pequeño, problema pequeño,
hijo grande, problema grande”, cuando nuestros hijos se encuentran en la corta
edad, todo es más fácil, pero si el amor no es su afinidad, comenzamos de
manera difícil, un bebe siempre sacará nuestro lado amoroso y servicial, un
bebe inspira ternura, cuidado y cariño, pero luego podrían convertirse en infantes
malcriados, desobedientes y hasta obstinados, entonces comienzan a perder el
encanto, luego pierden los dientes, son preadolescentes, y por fin se instala la
temida adolescencia, si antes de esta llegada no fuimos severos y amables,
amorosos y respetuosos, vinculados y conectados, auguro largos años de posibles
batallas emocionales.
Es importante hacerle el duelo a la infancia de
nuestros hijos, sus primeros años de vida son llenos de encanto, pero no nos
preparamos para el desencanto, todos pasamos por la pubertad, por ese cambio extraño
de mentalidad, cuando todo se nos torna distinto, cuando descubrimos que
nuestros padres son seres humanos y también tienen defectos, cuando cambiamos
el interés de compartir en familia para unirnos a otros seres que también adolecen
antes de la adultez. Nuestros hijos también le hacen el duelo a la idealización
que nos tienen, pero si los preparamos y nos preparamos emocionalmente,
sabremos que temporalmente no será fácil, pero no por ello vamos a desvincularnos.
Un hijo adulto con padres emocionalmente presentes,
sabe que el corazón y las palabras reconfortantes de sus padres siempre serán el
refugio perfecto, un hijo adulto emocionalmente presente, sabe identificar la
emocionalidad de un padre preocupado, de una madre abatida, sin esperar a que
llegue una enfermedad para saber quiénes son ellos por dentro.
Un hijo es la mejor persona que podemos llegar a conocer en la vida, un hijo es alegría y recompensa, pero también es un cumulo
de emocionalidades, no los traigamos al mundo solo para cumplir un requisito
social, sino para emprender el viaje de conocernos a través de ellos, ya que muchas
veces no vienen para que les enseñemos, sino para que aprendamos de su presencia en nuestras vidas.
El amor que nuestros padres nos han dado, marca la senda del resto de los amores.
— Eliana Vasquez (@eliana_77ve) septiembre 19, 2014
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