La vida es un
cotidiano despedirse, cada día nos estamos despidiendo de algo o de alguien,
nos despedimos de la infancia de nuestros hijos al verlos convertirse en
adolescentes y luego en adultos, nos despedimos de nuestros padres al ver que
sus ojos se cierran para no volverse abrir jamás, nos despedimos de cada
persona que amamos cuando decidimos tomar caminos distintos, nos despedimos de
los compañeros de vida, esos con los que se comparte el estudio, el trabajo y
los sueños, nos despedimos de cada hogar que nos alberga por el instante que
dura esta existencia, nos despedimos de nuestra patria al tomar otros rumbos
para el crecimiento personal y profesional con un disimulado desarraigo en las
venas, nos despedimos cada día sin darnos cuenta que constantemente nos estamos
despidiendo de todo.
La vida se nos
pasa tan ligera que ni siquiera nos percatamos cómo nuestra piel se va
deteriorando, nuestro cabello va perdiendo brillo, y cada cana que se asoma,
nos recuerda lo determinante que ha sido el tiempo con su pasar sustancioso
sobre nuestro cuerpo. Los mejores años y las épocas tortuosas nos han dicho
adiós y le han dado paso a estos años nuevos.
Esas eternas ausencias que los seres amados nos dejan cuando le regalan el último aliento a la vida que contemplan. Ese adiós inclemente, casi forzado que le damos a todos los que hemos amado cuando la distancia la marca el espacio y el tiempo. Despedirse parece impensable, pero en nuestra cotidianidad nos vivimos despidiendo. Se despide el día cuando cae la noche, se despide la semana cuando llega el domingo, se despide el año con sus fechas decembrinas, se despide la vida saludando a cada nueva década. Despedir nuestra niñez, adolescencia y juventud, atravesar el largo camino de la madurez a la ancianidad, despedirse de la vitalidad y la salud, enfrentarse a ese transitar de vida que recorremos con prontitud al principio, con lentitud al final.
Esas eternas ausencias que los seres amados nos dejan cuando le regalan el último aliento a la vida que contemplan. Ese adiós inclemente, casi forzado que le damos a todos los que hemos amado cuando la distancia la marca el espacio y el tiempo. Despedirse parece impensable, pero en nuestra cotidianidad nos vivimos despidiendo. Se despide el día cuando cae la noche, se despide la semana cuando llega el domingo, se despide el año con sus fechas decembrinas, se despide la vida saludando a cada nueva década. Despedir nuestra niñez, adolescencia y juventud, atravesar el largo camino de la madurez a la ancianidad, despedirse de la vitalidad y la salud, enfrentarse a ese transitar de vida que recorremos con prontitud al principio, con lentitud al final.
Tantos caminos
recorridos, tantas personas encontradas, y al final, nos despedimos de todos
para tropezarnos con nosotros mismos. Tantos lugares a los que nos aferramos
para darnos cuenta que somos nosotros el refugio perfecto. Tanto saludarnos
para siempre despedirnos, tanto llegar para luego marcharnos, tantas despedidas
que dejan legados, tanto caminar para terminar regresando.
Ningún día es
igual en la vida, incluso la monotonía tiene rasgos de contrastes en el
transitar cotidiano. Creemos estar permanentes dentro de un mundo cambiante,
creemos en el “para siempre” como si fuese una regla constante. Nos ha cambiado
la vida en centenares de formas, aquellos lugares que solíamos visitar cuando
niños, hoy se presentan distantes y ajenos, lontanos, poéticamente hablando,
ante la vista que ahora tenemos. Aquellas vacaciones en los mismos paisajes,
los cuales ya no visitamos porque la vida nos ha abierto la perspectiva de
nuevos lugares y nuevos instantes. Aquellas reuniones de domingo o aquellos
almuerzos compartiendo con las mismas personas, esas calles que todos los días
recorríamos, esas visitas de fin de semana para ver a la abuela, ya ni la casa
huele a su café, ya ella se ha ido para no volver.
Estamos apegados
a lugares y personas tan pasajeros como nosotros, asumimos que nos aman y
creemos que es tácito el amor que sentimos por nuestros seres cercanos, nos
cuesta exponer los sentimientos, nos cuesta la expresión del amor sincero. No
sabemos cuándo será el último abrazo, y sin embargo, no abrazamos con
frecuencia, no besamos las mejillas, no dejamos un “te quiero” escrito en
alguna huella. Recuerdo la última vez que besé a mi padre, todos se acercaron a
su cuerpo aún caliente y besaron sus labios como un pequeño símbolo de despedida,
y yo, sólo besé su mejilla, y cada día me arrepiento de no haber besado sus
labios, de no haber sellado el adiós en aquella boca por la que nunca vi salir
una despedida.
Las despedidas
que más duelen son aquellas que no se dijeron, aquellas que no se explicaron,
aquellas que no se escucharon, y las vamos tomando como un “hasta luego”,
creyendo que el adiós vendrá después, y sin darnos cuenta, hasta nos vamos
despidiendo del recuerdo cuando se difumina con el tiempo.
Puede que
algunos momentos del pasado hayan sido tan buenos, algunos vínculos tan
gratificantes, algunas personas tan importantes, que no los queremos perder, y
nos aferramos a ellos como a una soga salvadora de eso que ya no somos, y
no elaboramos la perdida, y nos anclamos en un tiempo que ya no nos toca vivir.
Despedirse duele, pero es importante hacerlo, hay quienes no se terminan de ir
por el miedo que tienen a ese adiós eterno. Pero basta con saber que la
eternidad se encuentra en este instante de tiempo, en el que tenemos la
posibilidad de abrazar, besar, disfrutar y amar con desprendimiento, sabiendo
que lo palpable también es abstracto, que todo perdura mientras la vida no nos
agote el tiempo.
Creernos
eternos, que alguien nos pertenece o que el cambio no nos ocurre, es tan
absurdo como tan desgastante, aprovechar el ahora para abrazar y querernos
sería lo idóneo y lo más alentador para un mundo que se vive despidiendo, saber
que con quienes compartimos la vida algún día llegarán a despedirse, nos hace
caer en cuenta que amar a destiempo nos quita la posibilidad de amar a cada
momento, ese postergar la vida creyendo que luego
si habrá lugar para amar con detenimiento, luego que nos graduemos, luego del
éxito profesional, luego de tener hijos o de que nuestros hijos crezcan, luego
de comprar la casa y pagar todas las deudas, y luego de eso ¿será que sí nos
queda tiempo? Será que esperamos a que alguien se enferme para entonces decirle
que siempre lo estuvimos queriendo, o que alguien se vaya para luego llamar o
escribir y expresarle que siempre quisimos que se quedara, pero nunca tuvimos
el valor de hacerlo. Amar no es otra cosa que este preciso momento en el que
recuerda a quien se fue y nunca supo decirle lo mucho que lo estaba queriendo,
o este momento en el que ve la sonrisa de su hijo, y en vez de abrazarlo,
decide mirar el reloj para salir corriendo hacia una vida que lo vive
despidiendo.
La vida se nos
escapa como para esperar a que nos regalen más tiempo, la vida es muy corta
como para perpetuarnos en el odio y el resentimiento, como para no
perdonar-nos, como para vivirla corriendo, como para dejarle al después la
oportunidad de querernos, de avanzar con grandes pasos hacia el aprendizaje
interno, como para no despedirnos con la dignidad que amerita una despedida
eterna a la vida que estamos viviendo.
¿Vivir en el recuerdo o morir en el olvido?
— Eliana Vasquez (@eliana_77ve) septiembre 16, 2014
Me parece una magnífica reflexión.
ResponderEliminarDesde la infancia sentimos las despedidas como algo rutinario, hasta que a lo largo de la vida con la pérdida de seres queridos, nos damos cuenta que una despedida, puede que sea la ÚLTIMA DESPEDIDA.